La primera vez que estuve en Tepoztlán, México —a 90 km del Distrito Federal— escuché a un vendedor callejero de tortas refiriéndose a un deslave de la montaña que había interrumpido el camino hacia donde veneran a Tepoztécatl (dios del pulque y los conejos). Decía que la montaña se derrumba y corta el camino porque ese dios se enoja con los turistas ante “su falta de humildad”.
Según el vendedor de tortas, los turistas suben con miradas curiosas, pero sin veneración ni respeto y siembran un río de ofensas: botellas de gaseosas, paquetes de cigarrillos, restos de comidas. Son caravanas de mirones maleducados que llegan a esas sagradas alturas sin meditación ni sentimiento. Y cada tanto, el dios dice basta y le clausura el paso a tanta irreverencia.
Hay en Tepoztlán caminos alternativos, pero ningún baqueano (ni aun a cambio de una buena propina), lleva turistas por ahí cuando el dios cierra la montaña. El vendedor de tortas aseguró que el mejor día para visitar el pueblo y llegar a la montaña es el martes, ya que los lunes los pobladores se ocupan de limpiar todo, de borrar las ofensas recibidas.
El dios tepozteco debía estar atribulado, reconoció el vendedor, porque sabía que a su pueblo el turismo le proporcionaba una ayuda económica, pero al mismo tiempo lo ofendía y humillaba la conducta de esos invasores que no se apoderaban del territorio, pero “les faltaban el respeto”.
Para el vendedor de tortas todos eran iguales. Desde mi posición de simple oyente renuncié a intervenir para diferenciar entre turistas y viajeros. Sin embargo, fue él quien separó la paja del trigo: “Los que llegan, amables, los que miran a la cara y saludan, ellos no tiran basura, ellos no ofenden. Los que ni ven por dónde van, no saludan y pisan con prepotencia, ésos sí; ésos son los enemigos”.
Diario Clarin / Suplemento Viajes / Zona Franca
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